Algunas confusiones personales, sociales y políticas se sostienen en el hecho de no diferenciar lo individual de lo singular. Y suelen concretarse finalmente en algo parecido a “sálvese quien pueda”, “yo a lo mío”. En tal caso, el individualismo no tiene especiales dificultades para convivir con el egoísmo, incluso para identificarse con él. Disfrazado de contención en uno mismo, sin inmiscuirse en los asuntos ajenos, más bien se alimenta de una desconsideración para con lo colectivo y lo comunitario.
Con tal planteamiento, lo interesante sería casi exclusivamente la entronización del individuo y ello supondría la máxima expresión de la libertad, la libertad individual. Nada que objetar por supuesto a la reivindicación de esta libertad, si bien deberíamos detenernos en algunas consideraciones que no tratan de limitarla, sino de concretarla. Por ejemplo, conviene no desatender la posibilidad de que tengan razón quienes afirman que en verdad no seremos del todo libres hasta que no lo seamos todos.
Hegel sospecha de una noción de individuo que se reduce a proclamarse persona, lo que no está mal pero es insuficiente. En última instancia, es una declaración de derecho abstracto. Pareciendo centrarse en lo más próximo, resulta ser un himno a la indiscriminada indiferencia.
Así que no faltan quienes hacen proclamas sobre los derechos abstractos de las personas (no digamos el despropósito de denominarlas “personas humanas”), pero a quienes cuesta más reconocer todos sus derechos y obligaciones concretos, y tratarlos como miembros, en todos los sentidos y con todos los efectos, de una comunidad.
Esta estructura de Los Principios Fundamentales del Derecho de Hegel nos ayuda a definir que ser persona es lo específico del individuo universal abstracto, ser sujeto lo sería del particular y ser miembro activo de una comunidad es lo que nos hace ser alguien singular y concreto. Sólo se es diferente en comunidad. De lo contrario, se es indiferente.
Llegar a ser singular tiene importantes consecuencias socio-políticas. Saber que nadie vivirá mi vida, que nadie dirá mi palabra, que nadie morirá mi muerte es reconocerse en lo común, hoy tan desconsiderado. Y es comprometerse en una tarea colectiva que siente que no se agota en los intereses individuales.
Está claro que cuando la situación es más complicada hay una tendencia a refugiarnos en nuestra individualidad, y no faltan quienes lo alientan. Al abrigo de la supuesta intemperie común, se ve afectada la solidaridad, la fraternidad ilustrada, la disposición a reconocer al otro en su diferencia. Cuanto es común se pone bajo sospecha. La crisis podría resultar una buena coartada para la insensibilidad para con los otros.
Pero incluso para abordar nuestra propia situación, precisamos de los demás. No sólo es que hemos de lograrlo juntos, con ellos, es que ellos precisan de nosotros. Es que ellos son también nosotros, aunque no los consideremos “de los nuestros”. La singularidad nos hace ser otros, y ello nos permite decir, “nosotros”, que siendo otros, somos sin embargo conjuntamente. Hay individuos que no son nada plurales.
Si no somos capaces de una tarea común, de una búsqueda compartida, el individualismo y el egoísmo se erigen en la máxima expresión de incapacidad social y política y entonces no cabe eludir nuestra responsabilidad, mayor o menor, pero responsabilidad, la de no ser capaces de generar espacios comunes, es decir, de comunicación y de comunidad. Y según la posición que adoptamos en estos asuntos se ven concernidas nuestras opciones de vida. Tales planteamientos, supuestamente alejados de nuestra existencia cotidiana, determinan nuestros valores y nuestras convicciones, nuestras decisiones y nuestras elecciones.
(Imágenes: Juan Muñoz, "Singular, plural, singular" y "Singular plural")