domingo

madrileños por el mundo

Tanto minuto dedicado, cuanta armonía conseguida.
Hay conjuntos perfectos, mezcla de varios que encajan, que charlan y paran el tiempo.

Solo por momentos, uno se altera y rebate, otro se ríe mientras alguien sale de la cocina. Una empanada frente a otra, falafel, lomo y jamón, cerveza, agua del grifo, no se necesita un escenario. Todo avanza.
Es más que una casa, pasas la puerta; un cobijo donde se guardan esos restos de pureza por los que no han pasado las dudas. Allí los ves, pasean y juegan nuestros sueños, unos con otros, se mezclan, se pelean y se enamoran de la vida por venir.
Unos y otros se hablan y se sonríen, se premian y adelgazan sus miedos. Pues es eso, al fin y al cabo; ser feliz es cosa de momentos y el resto, pasajero desagradecido de su patrimonio.

No sé si Anne será mejor que Ramonchu, ni sé si los jóvenes seremos viejos mañana, más o menos sabios que nosotros, necios y sabios que cobramos por horas un tiempo parcial.

Amigos, se que esto es un poco cursi. Quizá sea demasiado, pero siento que hay veces que uno necesita hacer un picnic en su casa.



;) madrileña por el mundo

viernes

16 abril ... venga el sol por donde quiera!

Aqui dejo un articulito savateriano de los que me gustan, uno de esos que te lleva a otras cosas y te conecta con otras gentes.

Conseguir la inmortalidad
FERNANDO SAVATER 10/04/2010
BABELIA, EL PAÍS

"El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela que, para mis adentros, llamaba El enemigo de la muerte". Por lo que sabemos (aún quedan inéditos por publicar), Elias Canetti nunca llegó a escribir ese libro que le obsesionaba y cuyo proyecto, estrellado en fragmentos, constituye el zigzagueante hilo rojo que puede guiarnos a través de toda su obra. Conocemos muchos autores que han pretendido alcanzar, por medio de sus escritos, la inmortalidad literaria: pero pocos que se hayan propuesto inmortalizar a todos los hombres, es decir, matar a la muerte. Sólo conozco dos, el propio Canetti y Unamuno. El primero de ambos reconoce con una mueca su complicidad con el otro: "Unamuno me gusta: tiene los mismos malos atributos que conozco por mí mismo, pero jamás se le ocurriría avergonzarse de ellos".

No hay en el pasado siglo una creación fragmentaria o aforística superior en cantidad y calidad a la que dejó Canetti: aún no la conocemos toda, sigue creciendo. Lo que la hace singular es su vocación teórica, alejada de efectos chocantes o humorísticos, de la tentación de deslumbrar. Siempre sostuvo que no hace falta sacar a desfilar el mero ingenio cuando realmente se tiene algo que decir y por ello su modelo fue el contenido y a veces opaco Joseph Joubert. Para Canetti, el empeño que trocea y dispersa su mensaje es parte precisamente de la batalla contra la muerte, su objetivo principal. Otros buscan la unidad y luchan por no desintegrarse, pero él sabe que la muerte es el enemigo que nos unifica irreversiblemente con su universalidad, por eso sigue la estrategia opuesta: "¡Cómo debe repartirse una y mil veces para conservar el aliento mediante el cual aspira al mundo! (...) ¡Cómo tiene que guardarse de calar hondo en demasiadas cosas, pues todo aquello en lo que cala se le acaba convirtiendo en nada!". Lo que pretende llegar al fondo, fijo y perpetuo, es precisamente la clave de lo que nos aniquila.

Como Unamuno a su modo y como Cioran al suyo, Canetti se zafa de la obligación de dar cuenta y razón metafísica de la protesta inverosímil que alza en él su voz contra lo irremediable. No le desanima verse ultrajado por exceso de subjetivismo. Al contrario, se regodea en ello y de este modo se hace insustituible para el lector y quizá también para quien pretende comenzar a escribir: "Di tus cosas más personales, dilas, es lo único que importa, no te avergüences, las generales están en el periódico". -

2:08

jueves

Relatos adhesivos

ENRIQUE VILA-MATAS 06/04/2010 EL PAÍS

La tormenta era fuerte y no había modo de encontrar taxi y acabé compartiendo uno con un desconocido -un joven con aire de poeta- al que dejé en un bar y luego continué camino. Durante el trayecto no paró de hablar. Sin haberse ni tan siquiera presentado, empezó diciéndome que en el mundo todo iba muy mal y que iría aún mucho peor en las siguientes semanas, meses y años. Todo fatal, apostilló. Y después no paró de pedirme opiniones. Qué pensaba sobre esto, sobre aquello, sobre la reciente reconstrucción del big bang original en Ginebra, sobre el retraso cultural español, sobre el movimiento aftergoogle, sobre la infinita estirpe de los necios y finalmente qué pensaba sobre un libro brillante y divertido que acaba de editarse, Elogio del pesimismo. Frenó unos segundos la intensidad de sus preguntas, pero sólo para poder regresar con más fuerza y decirme que el arte tenía algo que ver con lograr la quietud en medio del caos.

-La quietud intrínseca a la plegaria y también al ojo de la tormenta -concluyó rotundo.

Y luego se quedó completamente callado. Fue un momento poético casi digno de aplauso porque consiguió que me concentrara y pensara en el ojo mismo de aquella tempestad que asolaba Barcelona. Pero también es cierto que sólo conocí la verdadera quietud cuando por fin él se bajó del taxi.

Había ya recuperado la calma cuando el taxista me dijo de repente: "Ese joven hablaba muy bien, ¿se ha fijado? Pero que muy bien. Y sabía preguntar". Me pareció una escena ya vivida, pero no sabía dónde ni cuándo. "A mí también me gusta preguntar", dijo el taxista. Y quiso saber si no pensaba que raramente tratamos con personas razonables y no sé cuantas otras cosas más quiso saber y se fue haciendo palpable que se le había adherido el tono del desconocido.

Está naciendo un sentido, pensé, y quién sabe, tal vez el primer sentido también surgió así: alguien, en la noche de los tiempos, se contagió del tono narrativo de otra persona y en medio del caos nació un sentido, tal como lo he visto hoy nacer también aquí en este taxi... No mucho después, me acordé de por qué aquella escena de contagio me había parecido ya vivida anteriormente. Un día de hacía ya años, Monterroso había contado en Barcelona a los amigos un viaje de noche en taxi con Juan Rulfo por México D.F. Como se sabe, en esa ciudad el más corto trayecto puede durar más de una hora, y ese día, acompañando a Rulfo a su casa, el viaje para Monterroso se fue haciendo interminable mientras su amigo, tocado por las tequilas, trataba de contarle cómo era la novela en la que trabajaba y con la que rompería su silencio de tantos años después de Pedro Páramo. A medida que la contaba, la novela se iba volviendo cada vez más y más extraña y caótica. Tras hora y media de viaje y de novela enredada, Monterroso dejó finalmente en su casa a Rulfo. Bajó del coche y lo acompañó hasta la puerta y se despidió y, al volver al taxi, creyó que iba a quedarse tranquilo por un rato.

"Ese hombre contaba muchas historias...", oyó con cierta alarma que le decía el taxista. Y el tono empleado por éste comenzó a sonar semejante al de Rulfo, como si se le hubiera contagiado la cantinela del caos y hubiera quedado tocado por el encanto de un relato adhesivo. "Yo también tengo una vida muy triste para contar, señor..." A lo largo de la hora que aún duraría el trayecto y que les llevó a cruzar la ciudad entera, aquel conductor fue castigando a Monterroso con su tragedia personal de alma perdida. "Una vida seca y muy desconsolada, señor..." Una vida surgida del caos mismo y de la que fue naciendo un tono y un sentido. Contada en uno de los muchos taxis en los que cada día se reconstruye la escena del big bang original.

sábado

02.04.10

"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
Es hora de morir".

No se por qué me salvo la vida. Quizá en esos últimos momentos amaba la vida más de lo que la había amado nunca. No solo su vida; la vida de todos. Mi vida.
Todo lo que él quería eran las mismas respuestas que todos buscamos; de donde vengo, a donde voy, cuanto tiempo me queda.
Todo lo que yo podía hacer era sentarme ahí y verle morir.

el gran tute

el gran tute
y la vida al desnudo