jueves

27.02.08

Una especia de ira moribunda
me sazona este miércoles insólito.
El antojo que tienes en la espalda
se anudó al rabillo de mi ojo.
Voy dejando un hilo que mi falda desprecia;
me acojono.

Cuento hasta mil y me llevo una,
pienso en tomar medidas a esta luna
de diámetro catastrófico. Parto de cero
me consumo. Alrededor
solo hay humo y alguna crápula
que me adula.
Yo solo siento miedo.

Si vuelvo a pasar
te tiro algo.
Mi falso Sabina, mi Silvio,
mi Aute de pieles travestidas.
La ilusión tiene un Metro de largo.
Y de fondo; una salida más fácil,
menos alerta a mi cuerpo y más,
a una mentira de comida caliente y manta menguante.
De ancho,
un céntimo trásfugo de cualquier bolsillo suicida.
Un aporte comprensivo
a la miseria de cobre y platino.
Para andar mi destino a alguna espalda
le han debido arrancar el tiempo.

Poemas absurdos y acordes de jueves.
A veces me aturde mirar
los rieles que me transportan
hacia arriba. A ratos
comparo los trapos y a ratos las vidas.
Cerrando puertas, abriendo heridas.

viernes

Política, políticas



ANTONIO MUÑOZ MOLINA 22/02/2008

Con ánimo aprensivo se dispone uno a sobrevivir a otra campaña electoral, en la que sabe que no va ahorrársele nada, desde la vulgaridad de la "tradicional pegada de carteles" hasta los chistosos insultos mitineros que degradan por igual al orador que los repite y a la masa partidista que los aclama. Si la política es una cosa tan seria y la democracia es tan valiosa y tan frágil, ¿por qué el espectáculo de los políticos y de los fervores de sus hooligans nos parece tan bajo? Decía Borges que al asistir en Buenos Aires a la manifestación de alegría que llenó las calles cuando se supo en mayo de 1945 la rendición de Alemania descubrió que algunas emociones colectivas podían no ser innobles. La democracia, para quienes nacimos sin ella, sigue siendo al cabo de los años un sueño personal y una noble emoción colectiva, pero el ruido y las bajas pasiones de la política la convierten con demasiada frecuencia en un espectáculo nauseabundo, protagonizado por personas que hablan y actúan con una irresponsabilidad y un grado de incompetencia que nadie puede permitirse en su propia vida.
Una campaña electoral sirve para exagerar diferencias, poner en ridículo al contrario y alentar los hervideros irracionales de la sangre, pero mientras tanto los problemas reales perduran obstinadamente, y uno se pregunta con escepticismo y desasosiego si su voto mínimo servirá para algo: para que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos civiles a lo largo de todo el territorio, y todos los votos valgan lo mismo; para que haya por fin una división clara entre la Iglesia y el Estado y sean los creyentes quienes se paguen sus cultos y no tengamos que ver nunca más a un cargo público presidiendo una procesión; para que cualquiera pueda ser concejal sin jugarse la vida, y a ser posible sin hacerse multimillonario arrasando la costa con una urbanización; para que la escuela ofrezca a todos por igual la oportunidad de desarrollar sus mejores capacidades, sin embotar los cerebros con la indulgencia y la desgana o envenenarlos con un odio alimentado de ignorancia; para que la vida pública se base en la ciudadanía voluntaria y racional y no en la pertenencia étnica o religiosa o lingüística; para que no siga avanzando aterradoramente el desierto y el tesoro tan escaso del agua se administre con arreglo a la racionalidad y al bien común; para que las conquistas sagradas del derecho universal a la educación y a la salud no estén sometidas al lucro privado, aunque sí a la excelencia en su gestión pública y a la responsabilidad adulta de quienes nos beneficiamos de ellas.
Todo lo demás es política.

miércoles

Un soneto

Cuando miro hacia mí no me percibo.
Tengo tanta manía de sentir
que me extravío a veces al salir
de estas sensaciones que recibo.


Este licor que bebo, el aire que respiro
son propios de mi modo de existir,
y nunca sé cómo he de concluir
las sensaciones que a mi pesar concibo.


Ni nunca, realmente, comprobé
si en verdad siento lo que siento. ¿Yo
seré como parezco en mí? ¿Seré


como no me creo verdaderamente?
Hasta en las sensaciones soy un poco ateo,
ni sé bien si soy quien en mí siente.



Fernando Pessoa

martes

lunes

Qué pena

ALMUDENA GRANDES 18/02/2008

Yo creo, primera persona del presente de indicativo del verbo creer. Yo creo, también del verbo crear. Me levanto todas las mañanas a las siete y media, como los creadores que prefiere Rajoy. No lo hago por gusto, sino por mor de la maternidad, concepto que está muy de moda en este gran mercado persa de ayudas y rebajas donde se celebra la precampaña, y de los horarios de la escuela pública, que ya estaría bien que se pusiera de moda alguna vez. Soy, por tanto, una creadora que cree. En la utilidad de mi voto, por ejemplo. Quizás porque nunca he sido miedosa. Ni en lo que creo del verbo creer, ni en lo que creo del verbo crear.

Ahora que ya está claro que la campaña electoral se va a polarizar en una sola dirección, porque la socialdemocracia se va al centro, el centro a la derecha y la derecha a la extrema derecha, yo creo que alguien tiene que ocupar la izquierda, dejar de hacer regalos con el dinero de todos y dedicarse a defender los espacios públicos, que aseguran el bienestar de los más débiles. Yo creo que nada es más útil. ¿Soy ingenua? No. Sé que mi voto vale la cuarta parte que un voto al PSOE o al PP, pero eso no tiene nada que ver con la ingenuidad. Eso es sólo injusto.
Yo creo, y creo en la utilidad de las causas justas. Por eso no me afecta que muchos creadores a los que admiro, algunos a los que quiero, y hasta un hermano mayor, anden por ahí poniéndose cejas postizas. Lo que sí me hace daño es que, en lugar de pedir el voto a Zapatero y atacar de paso al enemigo, digan que pretenden orientar a los votantes de izquierdas que no saben a quién elegir. O sea, que no miran al PP, sino a IU. Desde que lo leí, me siento como una niña bajita, gordita y con gafas, amenazada en el patio por los grandullones del cole, no sea que se me ocurra crecer medio centímetro o ponerme lentillas. Qué feo. Y qué pena.

otro tiempo

Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas».

Pero hoy,

cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.

Ángel González

domingo

Q pido

Una velada cinéfila en nuestro círculo favorito con una libanesa de melena retorcida y cejas pobladas.
Aquellas cejuelas en apariencia desmesuradas se revelan, sin embargo, imprescindible para impedir que su mirada se eleve sin control a las nubes (lugar en el que habitamos ella y yo los martes, los jueves y algún que otro día inesperado).

En ocasiones nos ofrecieron rosas y nos llevamos las sobras a casa.

Hablamos de vuelta,
sobre mis amigas y mis amores,
mi familia y mis problemas...
y también en ocasiones,
lograba hablar un rato ella...

La acompañé al portal y huí.
Paseé de nuevo la Gran Vía. Al metro.
Las estaciones pasaban...

En mitad de los cuatro caminos subió con la mirada enfrascada en el pensamiento.
Desde ese momento el espacio que ocupaba su cuerpo pasó a ser el mayor de mis problemas.
Pendulábamos de un lado a otro del vagón. El objetivo mutuo era mirar sin coincidir, observar sin emocionar y entender cuanto sea posible entender mientras se exprime el volumen de aire que separaba nuestros deseos.

De abajo a arriba era todo un diseño perfecto y eso en cierto modo me inquietaba. Combinando como nadie dibujos en rombo y cuadros con capas de pana y algodón se sonreía y me sonreía entre el barrote del techo y el suelo negro de plástico.
Al final, un pelo corto y rizado que ocultaba unas gafas de pasta, unos ojos casi negros, una boca grande y rasgada y una nariz aplomada que le recorría el rostro arrojando cierta sombra.
Al final, unos deportivos elegidos, de ante y cordón, apoyados en equilibrio uno sobre otro y el otro sobre el uno a ritmo de jazz en el Blue Chicago.

Próxima estación. Tetuán. Su cuerpo se incorpora y le sigue su aire.

Salimos parejos del vagón, yo me adelanto, él me adelanta y al final le pierdo.
Cruza y sigue.
De pronto le busco y me estaba buscando. De pronto le miro y me mira. Vamos, cada uno en una acera, por las cosas de la vida.
De pronto le sonrío y me sonríe, De pronto me giro para mirar y él estaba mirando.

Avanzamos la calle.

Llegó mi desvío y lo cojo. Y le pierdo.

No pude parar de sentir aquel desvío y de desviar la mirada buscando en la calle aquel espacio perdido, aquel cruce fortuito y refrescante que me recordó, que no todo esta vencido.

Dice un proverbio libanés: abre los ojos !



miedo a escribir en público

Por una vez he decidido definir mis miedos, ponerles cara ... y para ello, he recurrido al diccionario.
He destapado el submundo de las fobias...y puedo asegurar que el ser humano es multifóbico...los habrá más o menos.
En mi caso, paso a relatarles algunas de las que se manifiestan con más fuerza a día de hoy y también algunas que vengo arrastrando ...
Ageteofobia: miedo a la locura; balistofobia: miedo a las armas y herisofobia: miedo a las desviaciones radicales; hilefobia: miedo al materialismo; estanrofobia: miedo a los crucifijos, unido a la eclestofobia, la Papafobia, la hierofobia: miedo a los sacerdotes y sobretodo la hagiofobia: miedo a los santos.
También padezco gravemente la patriofobia: miedo a la herencia; la gametofobia: miedo al matrimonio; la penterafobia: miedo a la suegra; la peniafobia: miedo a la pobreza y también la crometofobia o miedo al dinero.
Tengo una aguda odinofobia: miedo al dolor; pocrescofobia: miedo a ganar peso y padezco también de cancinofobia y cardiofobia. En general, comparto con todos la nosofobia: miedo a las enfermedades.
Convivo por igual con la hipegiafobia y la paralipofobia, lo que viene a ser, miedo a las responsabilidades y a descuidarlas.
De un tiempo a esta parte adolezco de testafobia: miedo a los examenes; lalofobia: miedo a hablar en público; escoptofobia: ser mirado fijamente; enosiofobia: miedo a la crítica; ataragorafobia: miedo a no ser considerado o ser olvidado; alodoxafobia: miedo a emitir una opinión y por supuesto la atelofobia o miedo a la imperfección, la katagelofobia o miedo al ridículo y la atiquifobia o miedo al fracaso.
Mencionaré como curiosidad la hipopotomonstrosesquipedaliofobia que, como podréis imaginar, es el miedo a pronunciar palabras largas.
Tengo también necrofobia: miedo a la muerte; misofobia: miedo a la contaminación, gerascofobia: miedo a la vejez; cronofobia y dikefobia: miedo a la justicia y suelo plantearme si tener o no eleuterofobia o miedo a la libertad.
Me dicen que padezco filofobia: miedo a enamorarme; dishabiliofobia: miedo a desnudarme frente a alguien; glosofobia: miedo a hablar; hapofobia: miedo a tocar a alguien; erotofobia: miedo al sexo; macrofobia: miedo a las largas esperas y también tropofobia: miedo a hacer cambios y sobre todo soteriofobia que es el miedo a depender de otros.
A ratos me noto basofóbica y temo caerme, demofóbica cuando camino por preciados y la multitud me oprime. Unos más que otros padecemos de agorafobia y tememos salir de casa o de estasofobia y odiamos quedarnos parados.
Lo que más me atormenta sin duda es padecer la anuptafobia, es decir, tener miedo a permanecer siempre sola ...


Parece que al menos voy superando mi scriptofobia.

viernes

abstracción

A veces melancólico me hundo
en mi noche de escombros y miserias,
y caigo en un silencio tan profundo
que escucho hasta el latir de mis arterias.

Más aún: oigo el paso de la vida
por la sorda caverna de mi cráneo
como un rumor de arroyo sin salida,
como un rumor de río subterráneo.

Entonces presa de pavor y yerto
como un cadáver, mudo y pensativo,
en mi abstracción a descifrar no acierto.

Si es que dormido estoy o estoy despierto,
si un muerto soy que sueña que está vivo
o un vivo soy que sueña que está muerto.

Julio Florez Rea

jueves

mendoza


surcos en las calles ... bicis otra vez y vino de nuevo! sigue la ruta...cátalo!
la acampada y la empanada ... la quilmes y tres se fugan a un show...el albergue clandestino...y prosigue tu camino...

4E...capilla del bosque


cuatro elementos...primero nos atacó el agua y casi se nos lleva la corriente,,,,MENUDA FURGONETA DESTARTALADA!!!...luego la tierra...otra vez los horizontes tan lejanos y tanto espacio...y más tiempo...
al final consiguieron sitiarnos, pero subimos el ánimo a base de empanadas y cerveza ... y por fin, se nos llevo el viento...

cala ¡muchito!....JA! que chispa


santa rosa de calamuchita ... ¡intrepidos entre la maleza! ...
un horizonte muy lejano y demasiado espacio. Tanto que era imposible no acercarnos...hasta acabar todos posados en la misma roca.
a los pies de " el chorro"...los bocadillos mejor si cuestan un paseito antes y otro despues...

la otra


c ó r d o b a a a a a a !!!! . . . ooooooleeeeeeeeeeeeeeeeeee

domingo

defensa de la alegría


Defender la alegría como una trinchera

defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas

defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias y los graves diagnósticos

defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias

defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres

defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa

defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas del azar
y también de la alegría.

Mario Benedetti

robado de unos grandes éxitos


( a veces otros expresan mejor que nosotros lo que pensamos)

de los chavales de GRANDES EXITOS...excelentes dibujantes...desde el otro lado del charco...la otra cara de la luna ...el cuarto creciente)

¿geminis?...no, no, ¡cancer!

LA MUERTE DE JOSEFINA

JORGE M. REVERTE 03/02/2008
Al doctor Luis Montes y sus compañeros

Josefina Reverte era una mujer guapa, madre de seis hijos, cariñosa y de derechas, que tenía 75 años cuando, en la clínica de la Concepción de Madrid, le diagnosticaron un cáncer de mama tan avanzado que ya no tenía remedio. Se habían perdido seis preciosos meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de éxito. Un médico de una mutua privada le había dicho que tenía una erisipela, y se afanó en curarle de esa afección que había identificado sin realizar una mamografía.

A Josefina no le dijeron que su pronóstico era fatal. Tan sólo le hablaron de la grave enfermedad y de que tenía que ser tratada con quimioterapia y radiología. Su hija Isabel, que la acompañaba, fue quien recibió la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital, los hijos, que tenían amigos médicos que se lo recomendaron, la llevaron a la unidad del dolor de otro hospital madrileño, el Gregorio Marañón. El director del servicio fue más preciso, cuando estudió la historia clínica, para hacer su pronóstico: le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que a Josefina la trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el médico se lo aseguró. La paciente recibiría un tratamiento ambulatorio que daría, en las posibilidades de la ciencia médica, una protección frente al dolor y una mínima calidad de vida.
Las semanas pasaron y la enfermedad fue avanzando de la manera exacta a como había sido previsto por el médico. No es preciso describir sus manifestaciones en forma de úlceras y otros espantos. Ni los estragos, perceptibles día a día, que el cáncer provoca en quien lo sufre. El tiempo galopó para todos.
Josefina siguió con disciplina el tratamiento paliativo que todos sus hijos suponían que ella pensaba que podía ser curativo. Llevaba la situación con un humor que parecía insensato, y su chiste favorito de aquella época era uno en el que una mujer acude al médico y le dice:
-Entonces, doctor, dice usted que Géminis.
-No señora, cáncer, cáncer.
Lo que provocaba una nerviosa hilaridad general entre sus vástagos, que seguían pensando que ella era ajena al poco tiempo que le quedaba. La última vez que contó el chiste coincidió con una situación insólita: todos sus hijos, los seis, acompañados por alguna nuera, habían coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna literatura, de dolor. Aquella reunión multitudinaria la hacía tan feliz que quiso demostrar su buen humor con una extravagante petición:
-Quiero un gin-tonic.
Y la moribunda se calzó, con aire festivo y la ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo, su dosis, acompañada de todos sus directos descendientes, en un ambiente de risas francas y mimos desbordados. No le faltó algún comentario sobre la forma mejor de construir el cóctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese lugar de perdición que era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en cuando acompañada, eso sí, por su marido y otras parejas de amigos tan jóvenes y mundanos como ellos.
Al acabar la reunión, uno de los hijos, sin que nadie más que ella supiera el porqué de la elección, se tuvo que quedar para recibir una confidencia de Josefina que reventó en sus oídos como un bombazo: ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sentía con fuerzas para acudir más veces al hospital a recibir sus periódicas dosis de morfina y engaño piadoso.
Pero a la revelación salvaje le seguía una cola de mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir una doble misión. La primera parte consistía en mantener el suministro de la medicación que garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera soportable. La segunda, mucho más dura, era la de responsabilizarse de que su madre tuviera una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los demás hermanos no deberían ser consultados ni informados de la petición. Es sensato suponer que en el ánimo de Josefina estaba evitar debates sobre una decisión de la que era soberana. Y la dulzura con que estaba hecho el encargo no engañaba sobre su calidad de indiscutible. Llegada a un punto la evolución de la enfermedad, el hijo tenía que tomar la decisión de hacer que la muerte fuera más fácil y de que el desenlace se produjera en el momento preciso. Y no había más que hablar.
Parte de la misión era sencilla. Una íntima amiga del hijo, una curtida profesional de la anestesiología que trabajaba en otro hospital público de Madrid, se haría cargo del suministro y aplicación a domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La otra parte cayó como un metro cúbico de plomo sobre el alma del recadero.
Ya no hubo más reuniones con gin-tonic. Josefina había sabido medir sus fuerzas a la perfección, había sido capaz de discernir cuándo podía tomarse la última copa con la que se saltaba a la torera las recomendaciones convencionales de los médicos, que, obligados por la solemnidad de su papel, son a veces capaces de prohibir a un desahuciado los excesos que podrían acortarle la vida a medio plazo. Ella había sido tan fuerte como para todo eso, y le ordenaba al hijo que lo fuera él para escoger el momento de su muerte. Las palabras clave que se grabaron en la cabeza del hijo, las que estaban recalcadas en el discurso de su madre, eran dignidad y sufrimiento. Mantener la primera y evitar el segundo.
A partir de aquel día del gin-tonic, la rutina en el domicilio familiar se fue haciendo más oscura y los chistes sobre el cáncer y los signos del zodiaco se fueron espaciando hasta desaparecer, porque Géminis había dejado de importar. Los gestos de cariño ya no se impostaban, para que una caricia jamás pareciera casual. Y cada una de esas caricias era como la última. La jovialidad se mantenía; la naturalidad al lavar a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al leerle un artículo del periódico en voz alta, surgía sola, como surgen en muy poco tiempo las rutinas en los comportamientos de todos los seres humanos. Los nietos que acudían a visitarla, ignorantes por supuesto de la gravedad de la enfermedad, se abrazaban a ella intuyendo que aquellos abrazos no formaban parte de una cantidad infinita de abrazos. Ella sonreía entonces forzada para darles lo que le había sobrado siempre, alegría.
Pero la habitación estaba en penumbra muchas horas al día, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis de medicación para poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas en las piernas, la escasez de aliento. Pasaba cada día unos minutos más que el anterior dormitando, dejándose llevar por la creciente potencia de la morfina y los demás venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas.
En realidad, estaba ya a la espera de que se cumpliera la atroz certeza que se había instalado en su ánimo. Y pedía, con insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la ventana, que el cáncer olía. No podía soportar que ese olor se instalara en su entorno, que lo percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un beso en la frente. Sus hijos pensaban que su madre olía igual de bien que siempre, y se creían que le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos así, un beso cambia su naturaleza y se torna temeroso, leve.
Un día, y de forma desprovista de importancia, añadió otra orden, esta vez sí a todos los hijos que andaban por allí haciendo como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba siempre ventilándose estaba dentro de la normalidad, que allí no había nadie muriéndose. Josefina dijo que quería que incinerasen su cuerpo, y dónde deberían ser esparcidas sus cenizas. Pero el aviso no contenía ninguna referencia temporal, podría haber sido un reclamo para veinte años más tarde. Todo iba quedando atado.
Las jornadas pasaban una tras otra con una insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una monotonía asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus hijos tuvieran que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de turnos de guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables noches de padecimientos en torno a un gotero que se nutría de sueros y fármacos cada vez más potentes.
Un viernes de invierno, en 1992, el hijo que estaba encargado de cumplir los terribles encargos de Josefina se despidió de ella porque iba a pasar el fin de semana fuera de Madrid. Y antes de irse, cuando la iba a besar para decirle que el domingo por la tarde volvería, Josefina le oprimió el brazo con la mano que apenas era capaz de sostener un vaso de agua. Y le miró de una manera que no dejaba lugar a la duda. Luego cayó otra vez presa del sueño morboso de la química.
Dos días después, la amiga anestesista acudió a la cita cargada de cariño y de algunos frascos. Exploró a Josefina, que respiraba con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y coincidió con el lego en que el momento había llegado. Ya no contestaba a las preguntas, ya no besaba cuando era besada, ya sólo respiraba con una cierta agitación. Las instrucciones eran muy sencillas: si no había recuperación de la conciencia, era que el momento había llegado.
De madrugada, el hijo aprovechó un momento de soledad, se sentó a su lado y le tomó la mano. Le dijo unas palabras de despedida y la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar. La respiración de Josefina se hizo paulatinamente más pausada, y su vida se extinguió sin que pudiera escucharse un estertor, porque no había agonía, sólo una expresión de serenidad. Cuando el pecho se quedó en calma, la muerte se convirtió en una de tantas muertes.
Los hijos de Josefina cumplieron sus deseos de ser aventada en un precioso rincón de la sierra de Madrid, y no volvieron a hablar del proceso de su muerte, plagado de sobreentendidos, porque no había nada que aclarar. Pero todos sabían que había pasado como ella quería que pasase.
Años después, muchos años después, las noticias de la prensa sobre la acción de las autoridades sanitarias madrileñas y la Iglesia española contra los médicos que habían aplicado métodos paliativos para aliviar el dolor y la pérdida de dignidad a muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron coincidir a todos los hijos de Josefina en el recuerdo del final de su madre y en el carácter atroz e injusto de la persecución emprendida contra los médicos y, sobre todo, contra los enfermos del hospital Severo Ochoa de Leganés.
Uno estaba ilocalizable en Kenia. Los demás coincidieron en que sería duro, pero que sería bueno recordar su historia, la de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que significa una acción así. Decidieron romper el tácito pacto de silencio que una vez hicieron, y violar el carácter íntimo de su pequeña historia, para enviar a quien pudiera llegar una reclamación de piedad y de decencia.
Los hijos de Josefina se llaman Javier, José, Jorge, Cristina, Isabel y María José. La anestesióloga que les ayudó no puede tener nombre.

viernes

gran tute


Desconcierto


JUAN JOSÉ MILLÁS 01/02/2008

Cuando se abandona la lectura de un libro a la mitad, algo le ha ocurrido al libro. O al lector. Quizá a ambos. Cuando se abandona la vida a la mitad, algo le ha ocurrido a la vida. O a su usuario. Quizá a ambos. Durante una temporada fui vendedor de pisos. Lo mejor de aquel trabajo era visitar las casas vacías de cuyas virtudes tenías que convencer luego a tus clientes. Cada vez que introducía la llave en una puerta sentía una excitación semejante a la de abrir un libro. La lectura de una casa, incluso aunque esté amueblada, dura menos que la de una novela (jamás tuve la oportunidad de vender un castillo), aunque a veces más que la de un cuento. Por lo general, seguía el orden de lectura que proponía la disposición arquitectónica. Pero no siempre. En ocasiones caminaba a ciegas hasta el final del pasillo y recorría la casa al revés, como el que comienza una novela por el final. Me detenía mucho en los cuartos de baño, donde no era difícil encontrar restos curiosos de sus antiguos moradores: un peine torturado, un bote vacío de crema de manos, un cepillo de dientes con las púas aplastadas, una pestaña postiza...

De repente, un día comencé a dejar algunos pisos a medias. Al llegar al centro del pasillo era alcanzado por un desaliento mortal que me obligaba a dar la vuelta con el mismo gesto de derrota con el que decides abandonar en la página 100 una novela de 200. A veces el problema no era de la casa, ni de la novela, sino mío. La pérdida de interés por un piso que había comenzado a visitar con entusiasmo, o por un libro que había abierto con pasión, me sumía en la confusión. Lo peor, con todo, fue el descubrimiento de que puede ocurrir lo mismo con la vida. Un día, de súbito, ya no quieres abrir más puertas ni leer más capítulos. Y te mueres sin saber si la culpa fue tuya o de la puta vida. O de los dos.

nuestra COLONIA



a quien se le ocurre recorrer en bici una ciudad empedrada?...arkitectos tenían que ser....


el gran tute

el gran tute
y la vida al desnudo