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lunes

San Valentín y Santa Valentía

Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero..., sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.

Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto en los dedos,
decía el príncipe Hamlet, viendo
cómo cavaba una fosa y cantaba al mismo tiempo
un sepulturero.
No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero.
Un día todos sabemos
hacer justicia. Tan bien como el rey hebreo
la hizo Sancho el escudero
y el villano Pedro Crespo.

Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.

Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.

León Felipe

(Hacer costra de la herida, dejar que cure, se pierda, y quede flexible, se torne amable, mire de frente y pasee de nuevo una vez más sin rastro de experiencia, ya sin costra ni herida. Limpia. Una vez más. ¿Cuantas más? ¿Quién sabe?)

cassette, viajes nocturnos y niñez



Con su permiso voy a dentrar aunque no soy convidado pero en mi pago un asao no es de naides y es de todos. Yo voy a cantar a mi modo después que haya churrasqueado.
Yo sé que muchos dirán que peco de atrevimiento si largo mi pensamiento pal rumbo que ya elegí. Pero siempre ha sido así galopiador contra el viento.
La sangre tiene razones que hacen engordar las venas. Penas sobre pena y penas hacen que uno pegue el grito. La arena es un puñadito, pero hay montañas de arena.

No se si mi canto es lindo
o si saldrá medio triste
nunca fui zorzal ni existe
plumaje más ordinario,
yo soy pájaro corsario
que no conoce el alpiste.

Vuelo porque no me arrastro
que el arrastrarse es la ruina,
anido en árbol de espina
lo mesmo que en cordillera
sin escuchar las zonceras
del que vuela a lo gallina.

No me arrimo así nomás
a los jardines floridos
sin querer vivo advertido
pa' no pisar el palito:
hay pájaros que solitos
se entrampan por presumidos.

Aunque mucho he traqueteado no me engrilla la prudencia, es una falsa experiencia vivir temblándole a todo. Cada cual tiene su modo la rebelión es mi ciencia.
Yo soy de los del montón no soy flor de invernadero igual que el trébol campero crezco sin hacer barullo me apreto contra los yuyos y así lo aguanto al pampero.
Acostumbrado a las sierras yo nunca me se marear y si me siento alabar me voy yendo despacito pero aquel que es compadrito paga pa' hacerse nombrar.
Si me dicen señor; agradezco el homenaje mas soy gaucho entre el gauchaje y soy nadie entre los sabios y son para mi los agravios que le hagan al paisanaje.

La vanidad es yuyo malo
que envenena toda huerta
es preciso estar alerta
manejando el asadón
pero no falta el varón
que la riega hasta en su puerta.

El trabajo es cosa buena es lo mejor de la vida pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno unos trabajan de trueno y es para otros la llovida.
El estanciero presume de gauchismo y arrogancia. El cree que es estravagancia que su pión viva mejor mas no sabe ese señor que por su pión tiene estancia.
El que tenga sus reales hace muy bien en cuidarlos pero si quiere aumentarlos que a la ley no se haga el sordo que en todo los pucheros gordos los choclos se vuelven margos.

Yo vengo de muy abajo
y muy arriba no estoy
al pobre mi canto doy
así lo paso contento
porque estoy en mi elemento
y ahí valgo por lo que soy.

Cantor que cante a los pobres
ni muerto se ha de callar
pues ande vaya a parar el canto
de ese cristiano
no ha de faltar el paisano
que lo haga resucitar.

Si alguna vuelta he cantado ante panzudos patrones he picaneado las razones profundas del pobrerío. Yo no traiciono a los míos por palmas ni patacones.
Si uno canta coplas de amor de potros de domador del cielo y las estrellas dicen que cosa más bella si canta que es un primor; pero si uno como Fierro por ahí se larga opinando, el pobre se va acercando con las orejas alertas y el rico bicha la puerta y se aleja reculando.
Tal vez, alguien haya rodado tanto como rodé yo pero le juro, créamelo que vi tanta pobreza que yo pensé con tristeza: Dios por aquí no paso.

Nadie podrá señalarme que canto por amargao. Si he pasado las que he pasado quiero servir de alvertencia: el rodar no será ciencia pero tampoco es pecado.

Amigos voy a dejarlos
está mi parte cumplida
es la forma preferida
de una milonga pampeana
canté de manera llana
ciertas cosas de la vida.

Ahora me voy no se a donde
pa' mi todo rumbo es bueno
los campos con ser ajenos
los cruzo de un galopito
guarida no necesito
yo se dormir al sereno.

Y aunque me quiten la vida
o engrillen mi libertad
o aunque chamusquen quizá
mi guitarra en los fogones
han de vivir mis canciones
en el alma de los demás.

No me nombren que es pecado
y no comenten mis trinos
yo me voy con mi destino
pal' lao donde sol se pierde
tal vez alguno se acuerde
que aquí canto un argentino.

(atahualpa Yupanqui - Jorge Cafrune)

viernes

proceso de relectura

...Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al adormecido dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la mascara a un par de ídolos generalmente respetados, comprar un boleto al olvido o al no me importa, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente...

...El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado. Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas ...

Hermann Hesse

jueves

Si estás muerto, ¿por qué bailas?

Siempre me había gustado el título de esa película de Alfredo Landa y pensé súbitamente en él en el pasado Festival de Cannes. Mientras las estrellas más rutilantes del cine mundial efectuaban ese curioso paseíllo a caballo entre parada de los monstruos y desfile de moda que sucede sobre una alfombra roja, escuché a Catherine Deneuve -la última estrella europea, con permiso de Jeanne Moreau- murmurar entre dientes que se dibujaban a través de sus labios teñidos de granate intenso, mientras miraba con una cierta conmiseración a los fans que la aclamaban apostados a la entrada del Palais: "Supongo que estos serán los que también vendrán a mi funeral, así que voy a bailar para ellos". E inmediatamente avanzó hacia el centro de la alfombra y se pintó en su cara ese amago de sonrisa, que es la marca de la casa, que ofreció a los fotógrafos enfervorecidos y a los cazadores de autógrafos que rugían "¡Catherine!".

La actriz de Tristana y Repulsión encarna a un pedazo de la historia del cine, de un cine que no sé si murió, como dice Peter Greenaway, cuando se inventó el mando a distancia, pero que hoy a mucha gente se le antoja tan periclitado como los móviles con antena o los cigarrillos mentolados.

La comunión con la pantalla que excluía al mundo exterior y permitía al espectador una experiencia personal, intransferible y fuera del tiempo está agonizando. Mal que nos pese, esa densa oscuridad del fuera de campo de una sala de cine está dando sus últimos coletazos. Ver una película en casa, sea en un monitor de televisión o en la pantalla de un ordenador es un acto de consumo cuyo fuera de campo es la cotidianidad: los niños que juegan, la cafetera que silba, el desorden en las estanterías, la vida doméstica que lima la abstracción que propone una película, cualquier película.

El espectador de hoy, mientras ve una película en su ordenador, come, fuma, twitea, contesta correos, cuelga comentarios en los muros de los amigos. Así son las cosas. La relación entre lo visible y lo invisible se ha modificado. La noche artificial en la que te sumerge una película vista en una sala no tiene ya el carácter sacro que tenía para muchas generaciones de espectadores.

Esa banalización del disfrute, unida a la asombrosa ceguera de avestruz de los canales de distribución, que si viven en el mismo planeta que los espectadores lo disimulan muy bien, hace que el acto de descargar una cinta no cree ningún problema en los internautas. Una película en este momento de la historia es un entretenimiento escasamente relevante comparable a unos cromos de un álbum que no nos emocionan especialmente y que se cambian cuando uno ya los tiene repetidos o medio vistos.

Las películas ya no modelan nuestros puntos de vista sobre el amor, la política, la historia, las relaciones: han dejado de ser fundamentales. Ignorar esta disminución de la influencia del cine en la vida es algo que los cineastas no podemos permitirnos ignorar. La nostalgia, aunque inevitable, es un error (Simone Signoret dixit) que puede costarnos la supervivencia.

Es nuestro deber saber (o intentarlo al menos) dónde estamos y avanzar, aunque sea a ciegas y con multitud de traspiés, hacia algo que no conocemos aún, pero que nos va a llevar muy lejos de la zona de confort donde estamos instalados. Arriesgar, experimentar, explorar lo desconocido, poner lo mejor de nosotros en lo que hacemos sin tener el ojo puesto en la taquilla, el prestigio o nuestra propia vanidad es el único camino posible que se me ocurre. No es, por supuesto, nada nuevo: es exactamente lo que preconiza Rilke en Cartas a un joven poeta, el único libro que recomiendo cuando me dan la oportunidad de dar clase en alguna escuela de cine.

En los últimos tiempos he tenido conversaciones con cineastas de todo el mundo, desde estudiantes que están empezando a estudiar cine, hasta gente consagrada como Stephen Frears, John Sayles, pasando por Wim Wenders, Kore Eda, Olivier Assayas, Agnès Varda o Alejandro González Iñárritu, y estas son las pocas pero contundentes conclusiones a las que todos llegamos: hacer películas en las que creamos absolutamente. Con o sin dinero. Documentales, epopeyas, docudramas. Con o sin ayudas institucionales. Cortos, largos de ficción, mediometrajes, minipelículas de minuto. En 70 milímetros o con una aplicación del iPhone. Para las salas de cine, para la Red, para la tele o para una proyección en el terrado de nuestros vecinos.

El cine, gracias a las nuevas tecnologías, afortunadamente ya no es el tren eléctrico más caro del mundo, como decía Orson Welles. Otra cosa es que los que quieren hacer cine quizás lo que en realidad quieren es un instante de esplendor en la alfombra roja. Algo pasajero, burbujeante, efímero, banal. Y si me preguntan, muy muy aburrido. Son cosas diferentes y, a menudo, contradictorias.

Las rencillas de patio de colegio que tienen un eco, a mi modo de ver completamente sobredimensionado, en las páginas de los periódicos estos últimos tiempos y que tienen por protagonistas a miembros de la Academia, son una pintoresca cortina de humo que oculta los temas que he señalado antes: la pérdida de peso del sector cinematográfico en el concierto de la cultura, el abismo entre quiénes somos y lo que representamos, la incomprensible confusión entre instituciones y personas.

Los problemas del cine español -como los problemas del cine en todo el mundo- tienen que ver con una disminución gradual de los espectadores en circuitos convencionales. Asusta mirar las estadísticas: 140 millones de espectadores en 2004 (por no retroceder aún más), 104 millones en 2008. En 2010, las salas perdieron un millón de espectadores al mes. Los datos difieren según los diferentes estudios, pero todos coinciden en que la bajada de 2010 ha sido la más pronunciada. Repito: no solo en España. También en los países donde hay un control de las descargas del que aquí carecemos y donde es posible por un precio más que razonable bajarse una película y sus extras, con todas las garantías.

¿Estos espectadores que han dejado de ir al cine son los que se bajan las películas en la Red o se las compran a los chinos que venden por los bares (que cada vez se ven menos)? Yo creo que no. La gente deja de ir al cine por múltiples razones: porque pierden el hábito, porque no hay nada en la cartelera que les motive, porque prefieren gastarse 100 euros en una entrada de fútbol, porque se enganchan a las series de HBO, porque tienen niños y sale por un pico el cine y las horas de canguro o porque, simplemente, pasan: no es algo importante en sus vidas, lo arrinconan hasta el olvido.

¿Es posible recuperarlos? No lo sé. Lo único que sé es que en este momento en que nos encontramos, más que nunca, el deber de un cineasta es construir un punto de vista sobre la realidad (y en eso incluyo a cualquier tipo de cineasta, desde el más oscuro y minoritario al más comercial), saber dónde está, empaparse de las cosas que pasan (aunque luego haga una película de zombis en el espacio) y empeñarse en ser lo más libre que pueda.

Aunque duela. Aunque te pongan a parir. Aunque dé vértigo. Porque aunque el cine haya muerto, los cineastas vamos a seguir bailando. Es el único favor que podemos ofrecer a los espectadores. Ojalá aún estén dispuestos a bailar con nosotros.

EL PAÍS - ISABEL COIXET

el gran tute

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y la vida al desnudo