ANTONIO MUÑOZ MOLINA 22/02/2008
Con ánimo aprensivo se dispone uno a sobrevivir a otra campaña electoral, en la que sabe que no va ahorrársele nada, desde la vulgaridad de la "tradicional pegada de carteles" hasta los chistosos insultos mitineros que degradan por igual al orador que los repite y a la masa partidista que los aclama. Si la política es una cosa tan seria y la democracia es tan valiosa y tan frágil, ¿por qué el espectáculo de los políticos y de los fervores de sus hooligans nos parece tan bajo? Decía Borges que al asistir en Buenos Aires a la manifestación de alegría que llenó las calles cuando se supo en mayo de 1945 la rendición de Alemania descubrió que algunas emociones colectivas podían no ser innobles. La democracia, para quienes nacimos sin ella, sigue siendo al cabo de los años un sueño personal y una noble emoción colectiva, pero el ruido y las bajas pasiones de la política la convierten con demasiada frecuencia en un espectáculo nauseabundo, protagonizado por personas que hablan y actúan con una irresponsabilidad y un grado de incompetencia que nadie puede permitirse en su propia vida.
Una campaña electoral sirve para exagerar diferencias, poner en ridículo al contrario y alentar los hervideros irracionales de la sangre, pero mientras tanto los problemas reales perduran obstinadamente, y uno se pregunta con escepticismo y desasosiego si su voto mínimo servirá para algo: para que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos civiles a lo largo de todo el territorio, y todos los votos valgan lo mismo; para que haya por fin una división clara entre la Iglesia y el Estado y sean los creyentes quienes se paguen sus cultos y no tengamos que ver nunca más a un cargo público presidiendo una procesión; para que cualquiera pueda ser concejal sin jugarse la vida, y a ser posible sin hacerse multimillonario arrasando la costa con una urbanización; para que la escuela ofrezca a todos por igual la oportunidad de desarrollar sus mejores capacidades, sin embotar los cerebros con la indulgencia y la desgana o envenenarlos con un odio alimentado de ignorancia; para que la vida pública se base en la ciudadanía voluntaria y racional y no en la pertenencia étnica o religiosa o lingüística; para que no siga avanzando aterradoramente el desierto y el tesoro tan escaso del agua se administre con arreglo a la racionalidad y al bien común; para que las conquistas sagradas del derecho universal a la educación y a la salud no estén sometidas al lucro privado, aunque sí a la excelencia en su gestión pública y a la responsabilidad adulta de quienes nos beneficiamos de ellas.
Todo lo demás es política.