VICENTE VERDÚ 19/01/2008
De la vida cotidiana se hablaba mucho, con inquietud y sentido, hace menos de cuarenta años. Ahora, sin embargo, su tema ha ingresado en una suerte de esfera agrisada, atiborrada de obviedad, donde, tanto para los especialistas como para los espectadores, sólo destacan los fenómenos de la violencia doméstica, el secuestro de niños, los accidentes de tráfico o las explosiones de gas.
Vivir ha dejado de aparecer como experiencia singular para presentarse como proceso seriado
Fuera de estos sobresaltos, la vida cotidiana discurre bajo una cota de indiferencia, creciendo horizontalmente y homologándose hasta devorar toda otra clase de vida, real o imaginaria, que se emplace fuera de ella.
La vida religiosa, la vida por la patria, la vida de perfección, la vida revolucionaria, la vida valle de lágrimas y toda la vasta colección de vidas alternativas han sido metabolizadas por la secuencia de la cotidianidad. Así, la vida de aventuras ha mutado a los viajes exóticos por los itinerarios del low cost, la vida de la fe ha girado hacia experiencias esotéricas de barrio y la vida del vicio o la opción transgresora, en conjunto, ha sido tragada por una cotidianidad cuya amplitud permite la diaria acumulación de la pornografía o la sodomía, la pederastia, la corrupción financiera, la prevaricación y cualquier consumo de drogas.
La vida cotidiana, como escribe Bruce Bégout en Lugar común (Anagrama), se nos impone ya como una suerte de "fatalidad absoluta". Vivir ha dejado de aparecer como la experiencia singular que exaltaban los tiempos de la modernidad para presentarse, ante la propia observación, como un proceso de producción seriada. Seriada o quizás, ahora, customizada de acuerdo a las nuevas leyes de la oferta en el supermercado personista.
En cualquiera de los supuestos, lo diario -en el trabajo, el vídeo doméstico, en la vacuidad política, en el lecho conyugal- se muestra como carente de relevancia y tendente, como todo lo reiterado, a la pulverización.
En su conjunto, la vida cotidiana -toda la ración de vida- nos resulta tan insignificante que apenas se hace notar. Eso sin contar con la poca atención que se viene prestando a todo lo que creemos cargado de insignificancia, que es, sin embargo, donde a menudo anida la última significación.
La negación de la insignificancia conlleva, además, la imposibilidad de reflexionar sobre ella y de concederle, por tanto, un bisel de brillo o una crítica que la rocíe de alguna pólvora para cambiar justamente su dirección.
Falta de ponderación, de crítica y de pasión, nada se muestra menos sexy que nuestra cotidianidad pero, a la vez, no hay cuerpo del que pueda esperarse mayor provisión de vida. En el siglo XX cundieron los libros que estimulaban la crítica de la vida cotidiana, puesto que la revolución no podría contentarse con transformar la política o la economía sino transformar también el trabajo, la pareja, la sexualidad, el ocio y la ambición.
"En el horizonte del mundo moderno se eleva el sol negro del tedio", decía Lefebvre en su famosa Critique de la vie quotidienne, clamando contra el estado de las cosas hace cuarenta años. El tedio formaba parte de la misma explotación capitalista y, en consecuencia, podía servir como materia prima para la revolución.
Hoy, en cambio, el tedio no cuenta como posible fuente de energía revulsiva. En realidad, nunca ha existido mayor oportunidad de divertirse y la diversión misma (Divertirse hasta morir tituló una de sus obras famosas Neil Postman) ocupa el núcleo vital del modelo imperante. Desde el mundo del marketing y la publicidad a los comercios con e-factor, desde las escuelas a las estaciones de metro, todo debe ser divertido y, en efecto, las actividades festivas han proliferado por cualquier parte y en cualquier ocasión.
Y todo ello empotrado, ciertamente, en el círculo de la cotidianidad. Ahora la fiesta, perdida su categoría extraordinaria, emerge con el pretexto menor y sin importar demasiado la fecha. La cotidianidad ha logrado tanta capacidad de bien y mal, de sí y de no, de dominio espacial y temporal que ha matado casi cualquier extrañeza. La cotidianidad nos conoce, nos designa, nos acorrala y es ahí donde, a nuestro pesar pero pasivamente, vivimos con la implacable conciencia de su carácter penitenciario, insorteable, letal.