13/05/09
Ubicados en la proximidad de las aulas universitarias y con una radical separación de sexos, muchos colegios mayores se agrupaban, aún se agrupan, aunque regidos con diferentes parámetros, formando una ciudadela, levantada para proteger virtudes acechadas y favorecer la concentración en el estudio; sanos propósitos que no tardarían mucho en sucumbir al asalto de sus propios ejércitos en connivencia con fuerzas exteriores.
El mundo, el demonio y la carne, ésta en medidas raciones, tanto en el menú colegial como en el venéreo, se colaban por los resquicios y un viento de libertad (según la terminología al uso por entonces) barría el polvo y aventaba los pelos de las dehesas. Los estudiantes desembarcados de pueblos o ciudades que no contaban con universidades, propias o apropiadas, no eran pupilos sumisos y asustadizos dispuestos a dejarse pastorear en los rediles.
Tras sus primeros e inseguros pasos por los senderos de la jungla urbana y de la sabana universitaria, muchos recién llegados se integraban rápidamente en el hábitat y reavivaban con nuevos bríos las hogueras tribales. Pronto algunos colegios mayores, y mayormente masculinos, se convirtieron en reductos, refugios para la conspiración y la rebeldía. El gueto se rebelaba, en la ciudadela de los colegios mayores se proyectaba a escondidas El acorazado Potemkin y en los exhaustivos coloquios que prolongaban obligatoriamente las proyecciones y las representaciones, los recitales y las conferencias, improvisados o experimentados oradores disertaban sobre cualquier cosa, salvo sobre la película, la función o la música precedentes, para llevar el agua al molino común de la resistencia antifranquista y de la crítica anticapitalista.
A finales de los años sesenta y primera mitad de los setenta, la ciudadela de los colegios mayores se erigía, por su nutrida, variada, y muchas veces clandestina programación cultural, en epicentro de la vanguardia urbana y foro casi único de la disidencia política.
El área de los colegios atraía a sus salones de actos a gentes de fuera de la universidad, favoreciendo el contacto entre esta institución y la sociedad, mezclando a los que debían de ser separados por ley y orden. La Ciudad Universitaria, segregada de la ciudad por el funesto Arco del Triunfo, se ampliaba por el Argüelles colonizado de las tabernas y los cafés y recibía en las facultades, escuelas y colegios a espectadores que querían ser partícipes y actores.
El colegio mayor San Juan Evangelista, inspirado autor del Apocalipsis, se encarnó en el Johnny, por sus pecados, que fueron muchos, y de los que aún no se ha arrepentido. Entre ellos, los de haber introducido el jazz y el flamenco, músicas, sobre todo el flamenco, marginadas, hasta hace no mucho, de los circuitos de la alta cultura.
Jazz, blues, flamenco, canción de autor, pop, rock y teatro nunca faltaron en la multicultural dieta del Johnny; su Club de Música, consagrado por los grandes y abierto a todas las búsquedas y experimentos, ha sido y es, todavía, un referente imprescindible en la vida cultural de la ciudad. Pero tiene fecha de caducidad: el Johnny cierra en septiembre, durante cuatro meses, para hacer una reforma que de momento pondrá a sus residentes en la calle y en grave peligro la continuidad de sus actividades musicales.
"Si estuviéramos en la Transición habría una protesta a lo grande", comentaba Alejandro Reyes, director, superviviente y guardián de las esencias del Club, a Anaís Berdié en estas páginas. Aún estamos a tiempo. En las últimas líneas del reportaje, Sara, del club de Facebook del Johnny, proponía una manifestación de johnnyadictos. Dónde y cuándo.