sábado

El soñado cuerpo de los otros


VICENTE VERDÚ 08/03/2008

La totalidad de los especialistas en salud (psíquica o física) están de acuerdo en que mejoraríamos mucho en nuestras vidas si nos habláramos más. No deberá descuidarse, en todo caso, el perjuicio que acarrea la presencia de individuos muy pesados, pero, descontando el efecto perverso del tostón, el coloquio proporciona, en general, una terapia recíproca cuyo poder salutífero no llega a igualar ningún psicofármaco por refinado que sea.

La clave de tanta eficacia radica en que a través de la conversación se llega a uno u otro grado de conversión: la transformación de un sentir clavado dolorosamente en nuestro interior hacia una emoción más blanda y tendente hacia la disolución. En el mutuo ejercicio del habla, cada sujeto se libera de su cerco y llega a comprender que su mal no consiste en un acoso diseñado para dañarle especialmente, sino que forma parte de una sevicia general del pueblo, la ciudad o de todo el planeta humano. De este conocimiento que favorece la intercomunicación, el cara a cara solitario con el dolor se transforma en un asunto de la especie humana y su tolerancia llega a ser mayor.
Éste es, de otra parte, el principio en que la "psiquiatría emocional" se inspira.

Esta modalidad psiquiátrica, representada eminentemente por Eugenio Borgna (1930), catedrático de la Clínica de las Enfermedades Nerviosas en la Universidad de Milán, acentúa el valor del lenguaje emotivo y enfatiza "el espacio del alma", como asunto a considerar, auscultar y atender. Freud y sus epígonos se mostrarían quizás de acuerdo con la concepción básica de esta disciplina, pero también una infinidad de mujeres que meriendan juntas en las cafeterías del mundo y de cuyas tertulias derivan confortamientos espirituales nunca igualados por la farmacopea o la religión.
Entre los hombres, esta cháchara o merienda lenitiva no ha existido prácticamente nunca. La conversación, inherente a los casinos con bicarbonato, siempre excluyó el habla sobre el propio yo y, radicalmente, el tráfago o manoseo de los asuntos emocionales. Demasiado íntimos para ser viriles o demasiado sentimentales para la reciedumbre de los caballeros.
Sólo la amistad y reducida normalmente a un solo amigo alivió la contención masculina, pero ahora incluso esa vía de evacuación declina.
Cada vez vivimos más, dijo Borgna en el Foro Complutense del pasado miércoles, en una "desertización sentimental". Los espectadores lloran acaso en la oscuridad del cine o en la clausura de las consultas pero se controlan duramente en el transcurso de su vida visible. Siempre más los hombres que las mujeres, pero incluso a las mujeres que trabajan en espacios de oficinas les perjudica profesionalmente traslucir sus preocupaciones y difundir problemas familiares que pudieran perjudicarles ante la dirección.
El rendimiento laboral requiere equilibrio interior, y toda perturbación conocida o reconocida despierta recelos, anula un ascenso y pone en cuarentena el grado de productividad. Lo aconsejable, en consecuencia, es callar, aguantar, trabajar en silencio, huir de las confidencias, tragar y tragar. El efecto natural se manifiesta en los graves atascos emocionales, la colmatación de la soledad y la parálisis de las comunicaciones interpersonales.
Con el título de Las emociones en psiquiatría publicará la Complutense un texto de Borgna referido a este problema, pero, entretanto, en Italia ha aparecido un puñado de libros del mismo autor, en uno de los cuales, titulado Somos un coloquio, se iguala explícitamente la fuente del ser a la positiva humedad del habla.
O bien, expresado a la inversa, la actual "desertización sentimental" se corresponde con la falta de un mutuo e indispensable riego melancólico. "Estamos devorados por la indiferencia que caracteriza nuestro modo de vida cuando estamos en el trabajo e incluso cuando estamos en casa", dice Borgna. Hablamos poco o casi nada de nuestros sentimientos, manifestamos exiguamente las emociones y, al fin, la angustia personal con sus paralelas sensaciones de náusea crónica no viene a ser sino un síntoma del reprimido deseo por volcar nuestro interior sobre el soñado cuerpo de los otros.

el gran tute

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