lunes

WALDEN O LA MÍSTICA DEL BOSQUE.

Por Henry David Thoreau

1. La enseñanza de la simplicidad.

Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales, y no sucediera que estando próximo a morir, descubriese que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera vida; ¡la vida es tan cara!, ni tampoco deseaba practicar la resignación, a menos que fuese enteramente necesaria. Quería vivir profundamente y extraer todo lo maduro como para infligir una derrota a todo lo que no fuese vida; guadañar un ancho espacio a ras del suelo; empujar la vida a un rincón y reducirla a sus términos más bajos, y si mostrase ser mezquina, obtener su genuina y total mezquindad y publicar su miseria ante el mundo; o si, resultara ser sublime, conocerla por experiencia, y ser capaz de dar una verdadera noticia de ella en mi próxima excursión. Porque me parece que la mayor parte de los hombres están en una extraña incertidumbre sobre si será del diablo o de Dios la vida, y han llegado a la conclusión, un poco apresurada, de que el principal fin del hombre sobre la tierra es "glorificar a Dios y gozar de El eternamente".

Todavía vivimos miserablemente, como hormigas, aunque diga la fábula que hace mucho fuimos transformados en hombres; como pigmeos, luchamos con las grullas; cae error sobre error, remiendo sobre remiendo y nuestra mejor virtud tiene por ocasión una miseria superflua y evitable. Un hombre honesto no tiene necesidad de contar con más que con los diez dedos de sus manos, y en casos extremos puede añadir los diez dedos de los pies y tomar en globo lo demás. ¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad! Sean tus asuntos dos o tres y no un centenar o un millar; en vez de un millón cuenta media docena, y haz la cuenta en la uña del pulgar. En medio de este mar picado de la vidas civilizada, son tales las nubes, las tormentas, las arenas movedizas, y los mil y un detalle que deben considerarse, que un hombre, si no quiere zozobrar e irse a pique sin llegar a ningún puerto, tiene que vivir haciendo estimas, y ha de ser un gran calculador, por cierto, quien tenga éxito. Simplifica, simplifica. En lugar de cien platos, cinco; y reduce las otras cosas en la misma proporción.

2. Los sonidos de la naturaleza

A veces, en una mañana de verano, después de haber tomado mi baño habitual, me sentaba yo en la asoleada puerta de mi casa, desde la salida del sol hasta el mediodía, transportando en un ensueño, en medio de los pinos y nogales y zumaques, en soledad y tranquilidad imperturbadas, mientras los pájaros cantaban alrededor, o volaban sin ruido a través de la casa, hasta que el sol, entrando por la ventana del oeste, o el ruido del coche de algún viajero en la distante carrera me recordaban el transcurso del tiempo. Yo crecía en aquellos momentos como el maíz de noche, y eran muchos mejores de lo que hubiera podido ser cualquier trabajo de las manos. No fue tiempo sustraído a mi vida, sino, al contrario, vida más alta y más digna de la que usualmente me permitía. Yo realizaba lo que los orientales entienden por contemplación y abandono de las obras. Por lo general, no me daba cuenta de cómo pasaban las horas. El día avanzaba como para alumbrar algún trabajo mío; era de mañana; y hete aquí que anochecía, y yo no había hecho nada recordable. En lugar de cantar como los pájaros, yo sonreía silencioso a mi incesante buena fortuna. Como el gorrión tenía sus trinos, posado en el nogal frente a mi puerta, así tenía yo mi risita o gorjeo contenido, que él podía oír partir de mi nido. Mis días no eran los de la semana, no llevaban el sello de deidades paganas, ni estaban desmenuzados en horas, ni inquietados por el tic-tac de un reloj, pues vivía como los indios Puri, de los cuales se dice que "para ayer, hoy y mañana, sólo tiene una palabra, cuya variación de significado expresan señalando atrás para decir ayer, adelante para mañana, y encima de la cabeza para el día que pasa". Esto para mis conciudadanos era sin duda pura haraganería, pero si los pájaros y las flores me juzgaran conforme a sus modelos, no me encontrarían deficiente.

Tenía esta ventaja a lo menos, en mi modo de vivir, sobre aquellos que están obligados, para divertirse, a dirigir su mirada hacia fuera, hacia la sociedad o el teatro; mi vida se había vuelto mi diversión y nunca cesaba de ser nueva. Era un drama con muchas escenas y sin conclusión. (...) El quehacer doméstico era para mí un agradable pasatiempo. Cuando el piso estaba sucio, me levantaba temprano, y, poniendo todos mis muebles afuera -el catre y las cobijas en su solo bulto sobre la hierba-, echaba agua sobre el piso, esparcía arena blanca del lago, y con una escoba lo frotaba hasta dejarlo limpio y blanco; y cuando los habitantes del pueblo recién se desayunaban, el sol de la mañana ya había secado mi casa como para volver a poner todo adentro, y mi meditación casi no se había interrumpido. Resultaba agradable ver todos los objetos de la casa sobre la hierba, formando una pequeña pila, semejante al fardo de un gitano, y mi mesa de tres patas, de la que no había movido los libros, la plumas y la tinta, parada en medio de pinos y nogales. Parecían contentos de estar a la intemperie, y sin ganas de que los entrasen. Estuve tentado a veces de cubrirlos con un toldo y sentarme allí. Valía la pena ver brillar el sol por encima de estas cosas, y oír soplar el viento libremente. ¡Cuánto más interesentes parecían esos objetos familiares afuera que en la casa! Un pájaro se posa en las ramas vecinas, la siempreviva crece bajo la mesa, y zarzamoras se enredan en las patas; piñas, cáscaras de castañas y hojas de frutilla están esparcidas por allí. Parecería que de ese modo esas formas fueran transferidas a nuestros muebles, a mesa, silla y catre: porque una vez estuvieron en medio de ellas.

(...) Estoy contento de que haya lechuzas. ¡Qué lances sus gritos idiotas y maniáticos hacia los hombres! Es un sonido admirablemente adecuado a los pantanos y al crepúsculo de los bosques, del que en vano se buscara un ejemplo en el día, y sugiere una naturaleza vasta y primitiva, que los hombres no han descubierto aún. Representan el rígido crepúsculo y los pensamientos insatisfechos que todos tienen. Todo el día ha brillado el sol sobre la superficie de algún pantano salvaje, donde hay un abeto solitario cubierto de colgantes líquenes llamados barba de viejo, y pequeños halcones circulan por encima, y el pato susurra entre las siemprevivas, y abajo remolonean la perdiz y el conejo; pero luego apunta un día más triste y riguroso, y una distinta raza de criaturas despierta para expresar así el significado de la Naturaleza.

3. El lago Walden

El paisaje de Walden es más bien humilde; siendo muy bello, no se acerca a ninguna grandeza, ni puede impresionar mucho a quien no lo haya frecuentado largamente o no viva en sus orillas; sin embargo, este lago, de profundidad y pureza notables, merece una descripción particular. Es una fuente verde, clara y profunda, de media milla de largo y una milla y tres cuartos de circunferencia, con una extensión de setenta y uno y medio acres; una fuente perenne en medio de los bosques de pinos y robles, sin ninguna visible entrada ni saldo de agua, excepto las nubes y la evaporación. Las colinas que lo rodean suben abruptamente desde el agua a una altura entre cuarenta y ochenta pies, aunque por los lagos sudoeste, y éste alcanzan cerca de cien y ciento cincuenta pies, respectivamente, dentro de un cuarto y un tercio de milla. Son exclusivamente selváticas.


(...) El agua es tan trasparente que puede verse el fondo hasta una profundidad de veinticinco treinta pies. Remando sobre ella, puede uno percibir a muchos pies debajo de la superficie masas de percas y de peces plateados que nadan juntos, tal vez de solo una pulgada de largo, y sin embargo las primeras se distinguen fácilmente por sus bandas transversales, y uno piensa que deben ser peces muy ascéticos los que hallan allí su subsistencia.

(.(...)Tenemos otro lago justamente igual a éste: el lago White, en Nine Acre Corner, a unas dos millas y media al oeste; pero aunque conozco bien la mayor parte de los lagos dentro del radio de unas doce millas a partir de este centro, no conozco un tercero que tenga un carácter tan puro y como de fuente. Naciones sucesivas acaso han bebido de él, lo han admirado y examinado a fondo, luego desaparecieron, y todavía su agua sigue siendo verde y diáfana como siempre. ¡No es un manantial intermitente! Tal vez en aquella mañana de primavera en que Adán y Eva eran expulsados del Edén, el lago Walden ya existía, y aun entonces se convertía en una suave lluvia de primavera, acompañada de niebla y viento sur, y estaba cubierto por miríadas de pastos y gansos, que no habían oído nada de la caída, cuando todavía esos lagos tan puros eran suficientes para ellos. Ya entonces había empezado a subir y bajar, había clarificado sus aguas, coloreándolas con el tinte que ahora tienen, y había obtenido del cielo una patente para ser el único lago Walden del mundo y destilador de los celestes rocíos. ¿Quién sabe de cuántas literaturas de naciones de la que no hay recuerdo ésta ha sido la Fuente Castalia, o qué ninfas lo presidían en la Era de Oro? Es una gema de primeras aguas que Concord lleva en la pequeña corona de su escudo.

4. El lugar de la verdad

Antes que amor, o que dinero, o fama, dame verdad. Me senté a una mesa en la que había ricos manjares, vino en abundancia, y obsequiosos ayudantes; pero la sinceridad y la verdad no estaban allí, y me escapé, hambriento, de aquella mesa inhospitalaria. La hospitalidad era tan fría como los helados; pensé que no había necesidad de hielo para prepararlos. Me hablaban de la edad del vino, y de la fama del viñedo; pero yo pensaba en un vino más añejo, más nuevo y más puro, de una vendimia más gloriosa, que ellos no había tenido, ni lo podían comprar. El estilo, la casa y sus terrenos, y los "entretenimientos", nada eran para mí. Fui a visitar al rey, pero me hizo esperar en su hall, y se condujo como un hombre incapacitado para la hospitalidad. Había un hombre en mis vecindades que vivía en un árbol hueco. Sus maneras eran, en verdad, reales. Yo había hecho mejor en visitarlo a él.

¿Hasta cuándo nos sentaremos en nuestros pórticos, practicando virtudes inútiles y mustias, que cualquier trabajo impertinentes? ... Conocemos solamente la película del globo en que vivimos. La mayor parte de nosotros no hemos cavado seis pies bajo su superficie, ni saltado otro tanto por encima de ella. No sabemos donde nos hallamos. Además, permanecemos profundamente dormidos por más de la mitad de nuestro tiempo. No obstante, nos estimamos sabios, y tenemos un orden establecido sobre la superficie. ¡Verdaderamente somos unos pensadores profundos, unos espíritus ambiciosos! Cuando me detengo ante el insecto que se arrastra en medio de las pinochas sobre el suelo del bosque, tratando de esconderse de mi vista, me pregunto por qué abriga esos humildes pensamientos y oculta su cabeza de mí, que, tal vez, puedo ser su bienhechor y dar a su raza alguna información alegre, me acuerdo de ese mayor Bienhechor e Inteligencia que está sobre mí, insecto humano que soy.

La vida en nosotros es como el agua en un río. Puede subir este año más alto de lo que hasta ahora haya presenciado el hombre, e inundar las resecas tierras altas. Hasta este mismo puede ser el año memorable que ahogue a todas nuestras ratas almizcleras. No siempre fueron tierras secas las que hoy habitamos. Veo, a lo lejos, tierra adentro, las riberas que la corriente bañaba en otros tiempos, antes de que la ciencia empezara a registrar sus crecidas. Todos han oído la historia que circuló en Nueva Inglaterra acerca de una fuerte y bella chinche que salió de la hoja seca de una vieja mesa de manzano que había estado en la cocina de un campesino durante sesenta años, primero en Connecticut, y después en Massachusetts, de un huevo depositado en el árbol vivo aun muchos años antes, como resultado al contarse las capas anulares. Se la oyó roer por varias semanas, incubada, tal vez, por el calor de un calentador. ¿Quién no siente fortalecida su fe en una resurrección e inmortalidad oyendo esto? ¡Quién sabe que vida bella y alada, cuyo huevo estuvo sepultado durante siglos bajo muchas capas concéntricas en la muerta y seca vida de la sociedad, habiendo sido depositado primero en la albura del árbol verde y viviente -que fue gradualmente convirtiéndose en una como bien endurecida tumba- y cuyo roer fue acaso oído durante años por la atónita familia del hombre sentada en torno a la festiva mesa, puede salir inesperadamente del mueble trivial y más usado, para gozar, al fin, su perfecta vida estival!

La luz que ciega nuestros ojos es oscuridad para nosotros. Sólo puede alborear el día para el cual estamos despiertos. Hay muchos días aún por nacer. El sol no es más que un lucero del alba.

Fuente: Henry David Thoreau, Walden o la vida en los bosques, Buenos Aires, Emecé, 1945 traducción Julio Molina y Vedia. Colección "El navío", dirigida por Eduardo Mallea.

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