MANUEL VICENT 19/10/2008
Era un pueblo tranquilo, feliz y muy próspero. Los niños jugaban en la calle y sus gritos eran un paisaje sonoro similar a un fondo de golondrinas. Los vecinos nunca se alteraban cuando veían correr a un niño y tampoco si lo hacía un chaval o algún joven deportista; en cambio, un día se sorprendieron al ver que un hombre muy mayor cruzó la plaza a la máxima velocidad que le permitían sus años. Nadie supo por qué lo hizo. Es un loco, dijeron algunos, pero esa misma mañana en aquel pueblo próspero y tranquilo empezó a cundir la alarma cuando se vio correr al médico forense con un maletín en la mano. Y eso fue sólo el principio, porque al médico forense le siguió el cura dando grandes zancadas por otra acera con el viático. Al oír por la ventana un bullicio creciente el director de la Caja de Ahorros abandonó el despacho, salió a la calle y preguntó a la gente qué desgracia había sucedido. Nadie sabía nada. A continuación llegaron al pueblo varias ambulancias y algunos coches de bomberos con todas las sirenas sonando. No se había oído ninguna explosión, nadie veía fuego por ninguna parte, todos los habitantes de aquel pueblo parecían estar sanos y salvos, pero probablemente había sido algo muy grave. La confusión fue en aumento cuando los vecinos comprobaron que el médico corría en una dirección y el cura lo hacía en la contraria, los bomberos iban hacia el este y las ambulancias se dirigían hacia el oeste. Nadie supo a qué atenerse hasta que el médico, el cura, los bomberos y las ambulancias, perdidos por las calles, confluyeron finalmente ante la Caja de Ahorros y al ver tal despliegue el director instintivamente cerró las puertas y este acto irreflexivo desató el nerviosismo en la gente. Alguien gritó que estaba en peligro su dinero y al oír este terrible augurio el público, lleno de pánico, derribó las puertas, asaltó el banco, destripó la caja fuerte y destruyó a zarpazos todo el dinero por miedo a perderlo. Al terminar el asalto, la gente se sorprendió al comprobar que la calle se hallaba muy tranquila. Se oía el martillo del herrero y la flauta del afilador. El médico estaba en la consulta, el cura en la iglesia, las ambulancias y los bomberos en las cocheras. En la calle sólo corría un niño huyendo.
Era un pueblo tranquilo, feliz y muy próspero. Los niños jugaban en la calle y sus gritos eran un paisaje sonoro similar a un fondo de golondrinas. Los vecinos nunca se alteraban cuando veían correr a un niño y tampoco si lo hacía un chaval o algún joven deportista; en cambio, un día se sorprendieron al ver que un hombre muy mayor cruzó la plaza a la máxima velocidad que le permitían sus años. Nadie supo por qué lo hizo. Es un loco, dijeron algunos, pero esa misma mañana en aquel pueblo próspero y tranquilo empezó a cundir la alarma cuando se vio correr al médico forense con un maletín en la mano. Y eso fue sólo el principio, porque al médico forense le siguió el cura dando grandes zancadas por otra acera con el viático. Al oír por la ventana un bullicio creciente el director de la Caja de Ahorros abandonó el despacho, salió a la calle y preguntó a la gente qué desgracia había sucedido. Nadie sabía nada. A continuación llegaron al pueblo varias ambulancias y algunos coches de bomberos con todas las sirenas sonando. No se había oído ninguna explosión, nadie veía fuego por ninguna parte, todos los habitantes de aquel pueblo parecían estar sanos y salvos, pero probablemente había sido algo muy grave. La confusión fue en aumento cuando los vecinos comprobaron que el médico corría en una dirección y el cura lo hacía en la contraria, los bomberos iban hacia el este y las ambulancias se dirigían hacia el oeste. Nadie supo a qué atenerse hasta que el médico, el cura, los bomberos y las ambulancias, perdidos por las calles, confluyeron finalmente ante la Caja de Ahorros y al ver tal despliegue el director instintivamente cerró las puertas y este acto irreflexivo desató el nerviosismo en la gente. Alguien gritó que estaba en peligro su dinero y al oír este terrible augurio el público, lleno de pánico, derribó las puertas, asaltó el banco, destripó la caja fuerte y destruyó a zarpazos todo el dinero por miedo a perderlo. Al terminar el asalto, la gente se sorprendió al comprobar que la calle se hallaba muy tranquila. Se oía el martillo del herrero y la flauta del afilador. El médico estaba en la consulta, el cura en la iglesia, las ambulancias y los bomberos en las cocheras. En la calle sólo corría un niño huyendo.