Crisis económica y crisis ideológica
JOSÉ BLANCO 01/11/2008
El Partido Popular distribuye estos días entre sus militantes un argumentario para que aborden sin complejos -como le gusta decir a Aznar- el debate ideológico sobre la crisis. En él pueden leerse perlas como ésta: "Lo que ha fallado no son los mecanismos del mercado, sino las instituciones reguladoras y de control de las políticas monetarias. Es decir, que el fallo ha sido de los burócratas y de los políticos", lo cual, dicho desde un partido político, resulta a su vez ideológicamente revelador.
No será tan cierto cuando dirigentes tan poco sospechosos de izquierdismo como Sarkozy van por el mundo pregonando que hay que "refundar el capitalismo", nada menos. Y que todos los dirigentes del mundo, incluidos los dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos, coinciden en la necesidad de establecer un nuevo orden económico global. Claro, que son sólo políticos... Por lo que se ve, los del PP que han redactado este argumentario no son políticos, y mucho menos burócratas: son almas celestiales, soldados de la verdad revelada del sacrosanto libre y ciego mercado.
Nuestra carpetovetónica derecha siempre se ha distinguido por ser más papista que el Papa. Por eso alecciona a los suyos para que repitan sin rubor cosas como ésta, que también puede leerse en el argumentario de marras: "Se ha demostrado que es la intervención -no la liberalización- la que ha provocado la crisis".
Toma ésa y vuelve a por otra, que diría un castizo. La opinión pública universal, sin duda engañada por la propaganda socialista, está convencida de que la intervención concertada de los gobiernos es lo que ha salvado in extremis al sistema financiero internacional de una catástrofe causada por el descontrol en el que ha vivido durante años. Eso creíamos todos.
¿Todos? No, los agudos analistas del PP, reserva espiritual de Occidente y últimos resistentes -cual aldea gala- de las ideas verdaderas, saben muy bien que todo ha sucedido exactamente al contrario: que quien ha producido la crisis que ha estado a punto de llevarse por delante la economía mundial ha sido precisamente la intervención de los gobiernos, y quien nos conducirá a la tierra prometida de la prosperidad es la liberación de toda clase de reglas para los mercados -y sólo para los mercados, ojo, que una cosa es la libertad y otra el libertinaje-.
Otro pelo les luciría a los Bush y Paulson, Sarkozy, Merkel y Trichet si siguieran las sabias indicaciones de la cátedra del profesor Montoro y de la doctora Aguirre en lugar de dejarse seducir por los cantos de sirena de la insidiosa izquierda intervencionista.
Bueno, al menos estamos de acuerdo en algo esencial: que la naturaleza de la crisis que estamos viviendo no plantea exclusivamente un debate técnico de medidas económicas, sino un debate de fondo con importantes derivaciones ideológicas.
Porque no estamos ante una crisis convencional que pueda explicarse con la teoría de los ciclos económicos: no se trata simplemente de que hayamos entrado en la fase baja del ciclo y que sólo tengamos que capear el temporal hasta regresar a la fase alta.
Estamos ante la crisis terminal de un modelo económico; y también de la base ideológica sobre la que ese modelo se ha sustentado. La democracia ha triunfado sobre las alternativas totalitarias que se le opusieron en el siglo XX -el comunismo y el fascismo- no sólo por su superioridad moral, sino porque ha demostrado ser el único sistema político capaz de gestionar la modernidad de forma eficiente.
Las economías dirigidas por el Estado se desplomaron no sólo por ser incompatibles con la libertad, sino por su propia ineficiencia esencial. Y ahora le ha llegado el turno a otro fundamentalismo: el de la supremacía absoluta del mercado desregulado sobre cualquier otro principio social o político de organización de la vida en sociedad. No sólo es inmoral, es que, como todo lo que camina a ciegas, ha terminado encontrando el camino del precipicio.
Dicen que quien se arroja desde el piso 80 de un edificio tiene 79 pisos para creer que está volando. Eso les ha ocurrido a los doctrinarios del mercado infalible: que creían volar cuando en realidad se estaban -y nos estaban- despeñando.
Los neoconservadores del ala más dura tratan ahora de salvar los muebles del dogma derrumbado argumentando que sólo se ha hecho una mala aplicación de unos buenos principios. Pero como en todos los casos anteriores, el problema no ha estado en la aplicación de los principios, sino en los principios mismos.
No es verdad, y nunca lo ha sido, que los mercados financieros, dejados a su propia inercia, sean capaces de corregirse y equilibrarse a sí mismos, sino al contrario: cuando carecen de todo control y de toda regulación, los mercados son capaces de desestabilizarse a sí mismos y desestabilizar a todo el sistema económico.
No es verdad, y nunca lo ha sido, que estimular el enriquecimiento ilimitado de unos pocos termine beneficiando al conjunto, sino al contrario: cuando se pretende convertir la codicia sin freno en el motor de la sociedad, el desastre colectivo está asegurado. Se ha querido transformar la economía de mercado en una economía para el mercado. No la sociedad gobernando al mercado, sino el mercado gobernando a la sociedad.
La asociación del pensamiento reaccionario en política con el anarcoliberalismo económico -esa es la fórmula neocon- ha resultado ser una mezcla explosiva. Y mientras pagamos la dolorosa factura de esta alucinación ideológica, sabemos que ya nada volverá a ser igual.
Todos tenemos mucho que revisar en nuestros enfoques y mucho más que innovar en nuestras soluciones. Pero hoy volvemos los ojos al pacto socialdemócrata que dio lugar en la vieja Europa a la forma de organización política y social más civilizada que ha conocido la humanidad; y sabemos al menos que sigue siendo una linterna útil con la que alumbrar el incierto futuro.
JOSÉ BLANCO 01/11/2008
El Partido Popular distribuye estos días entre sus militantes un argumentario para que aborden sin complejos -como le gusta decir a Aznar- el debate ideológico sobre la crisis. En él pueden leerse perlas como ésta: "Lo que ha fallado no son los mecanismos del mercado, sino las instituciones reguladoras y de control de las políticas monetarias. Es decir, que el fallo ha sido de los burócratas y de los políticos", lo cual, dicho desde un partido político, resulta a su vez ideológicamente revelador.
No será tan cierto cuando dirigentes tan poco sospechosos de izquierdismo como Sarkozy van por el mundo pregonando que hay que "refundar el capitalismo", nada menos. Y que todos los dirigentes del mundo, incluidos los dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos, coinciden en la necesidad de establecer un nuevo orden económico global. Claro, que son sólo políticos... Por lo que se ve, los del PP que han redactado este argumentario no son políticos, y mucho menos burócratas: son almas celestiales, soldados de la verdad revelada del sacrosanto libre y ciego mercado.
Nuestra carpetovetónica derecha siempre se ha distinguido por ser más papista que el Papa. Por eso alecciona a los suyos para que repitan sin rubor cosas como ésta, que también puede leerse en el argumentario de marras: "Se ha demostrado que es la intervención -no la liberalización- la que ha provocado la crisis".
Toma ésa y vuelve a por otra, que diría un castizo. La opinión pública universal, sin duda engañada por la propaganda socialista, está convencida de que la intervención concertada de los gobiernos es lo que ha salvado in extremis al sistema financiero internacional de una catástrofe causada por el descontrol en el que ha vivido durante años. Eso creíamos todos.
¿Todos? No, los agudos analistas del PP, reserva espiritual de Occidente y últimos resistentes -cual aldea gala- de las ideas verdaderas, saben muy bien que todo ha sucedido exactamente al contrario: que quien ha producido la crisis que ha estado a punto de llevarse por delante la economía mundial ha sido precisamente la intervención de los gobiernos, y quien nos conducirá a la tierra prometida de la prosperidad es la liberación de toda clase de reglas para los mercados -y sólo para los mercados, ojo, que una cosa es la libertad y otra el libertinaje-.
Otro pelo les luciría a los Bush y Paulson, Sarkozy, Merkel y Trichet si siguieran las sabias indicaciones de la cátedra del profesor Montoro y de la doctora Aguirre en lugar de dejarse seducir por los cantos de sirena de la insidiosa izquierda intervencionista.
Bueno, al menos estamos de acuerdo en algo esencial: que la naturaleza de la crisis que estamos viviendo no plantea exclusivamente un debate técnico de medidas económicas, sino un debate de fondo con importantes derivaciones ideológicas.
Porque no estamos ante una crisis convencional que pueda explicarse con la teoría de los ciclos económicos: no se trata simplemente de que hayamos entrado en la fase baja del ciclo y que sólo tengamos que capear el temporal hasta regresar a la fase alta.
Estamos ante la crisis terminal de un modelo económico; y también de la base ideológica sobre la que ese modelo se ha sustentado. La democracia ha triunfado sobre las alternativas totalitarias que se le opusieron en el siglo XX -el comunismo y el fascismo- no sólo por su superioridad moral, sino porque ha demostrado ser el único sistema político capaz de gestionar la modernidad de forma eficiente.
Las economías dirigidas por el Estado se desplomaron no sólo por ser incompatibles con la libertad, sino por su propia ineficiencia esencial. Y ahora le ha llegado el turno a otro fundamentalismo: el de la supremacía absoluta del mercado desregulado sobre cualquier otro principio social o político de organización de la vida en sociedad. No sólo es inmoral, es que, como todo lo que camina a ciegas, ha terminado encontrando el camino del precipicio.
Dicen que quien se arroja desde el piso 80 de un edificio tiene 79 pisos para creer que está volando. Eso les ha ocurrido a los doctrinarios del mercado infalible: que creían volar cuando en realidad se estaban -y nos estaban- despeñando.
Los neoconservadores del ala más dura tratan ahora de salvar los muebles del dogma derrumbado argumentando que sólo se ha hecho una mala aplicación de unos buenos principios. Pero como en todos los casos anteriores, el problema no ha estado en la aplicación de los principios, sino en los principios mismos.
No es verdad, y nunca lo ha sido, que los mercados financieros, dejados a su propia inercia, sean capaces de corregirse y equilibrarse a sí mismos, sino al contrario: cuando carecen de todo control y de toda regulación, los mercados son capaces de desestabilizarse a sí mismos y desestabilizar a todo el sistema económico.
No es verdad, y nunca lo ha sido, que estimular el enriquecimiento ilimitado de unos pocos termine beneficiando al conjunto, sino al contrario: cuando se pretende convertir la codicia sin freno en el motor de la sociedad, el desastre colectivo está asegurado. Se ha querido transformar la economía de mercado en una economía para el mercado. No la sociedad gobernando al mercado, sino el mercado gobernando a la sociedad.
La asociación del pensamiento reaccionario en política con el anarcoliberalismo económico -esa es la fórmula neocon- ha resultado ser una mezcla explosiva. Y mientras pagamos la dolorosa factura de esta alucinación ideológica, sabemos que ya nada volverá a ser igual.
Todos tenemos mucho que revisar en nuestros enfoques y mucho más que innovar en nuestras soluciones. Pero hoy volvemos los ojos al pacto socialdemócrata que dio lugar en la vieja Europa a la forma de organización política y social más civilizada que ha conocido la humanidad; y sabemos al menos que sigue siendo una linterna útil con la que alumbrar el incierto futuro.